Arrimándose a las costillas de Armando al menos podía sentir
su respiración y calentarse. El cabrón parecía una oruga enrollada y quieta al
lado del cuerpo huesudo de Isabel. La pobre mendigaba aquel calor como una
migaja de pan.
Se comía las uñas mientras pensaba en el siguiente paso.
Debía esperar a que los ronquidos llenaran las cuatro paredes y no dejaran lugar
a la quietud, solo entonces Armando estaría dormido y ella libre de llevar a
cabo su plan.
Al rato, dispuesta a terminar con todo de una vez, cogió el
objeto plateado y brillante de debajo de la cama. Armando se revolvió con un
ronquido como queja, pero se quedó dormido nuevamente.
Con un corte certero Isabel comenzó lo que sería otra etapa
en su vida, tener un marido calvo.
Una vez que vio caer el primer mechón, su vida cambió.