martes, 3 de abril de 2012

La Vejez tiene nombre, Maria


Era una anciana de 87 años, con menos arrugas de las esperadas, a pesar del tiempo. Tenía buenos genes.
Sentada en una mecedora, miraba la vida pasar por sus recuerdos, desde la segunda planta del chalet que logró comprarse cuando era un poco más joven, en la zona de costa, donde le gustaba estar, mirando al mar.
María no tenía a quien contarle sus historias de amores, de aquel hombre al que amo desgarradoramente cuando tenía 30 y que fue, según sintió, el hombre al que más amo aunque nunca fuera suyo. A María le apetecía hoy hablar, en vez de llorar, pero no tenía a quien contarle aquello, ni que era la lejanía cruel de la familia y el desarraigo que vivió.
María solo callaba, y miraba el mar con tantos suspiros como olas se veían a lo lejos.
La vida había pasado entre tristezas y renuncias. A María la vida no le dio ni la mitad de lo que merecía, la premió con amigos, eso sí, en realidad pocos pero fieles y buenos de verdad; sin embargo, le dejó sin saber que era alimentar a alguien de su propio pecho, le dejo sin las sonrisas traviesas por la casa a todas horas y sin que alguien le llamara de la forma que más le habría gustado, Mamá. A cambio tuvo el amor incondicional de un hombre que le dejó antes de lo que tenían calculado, porque no se puede planificar la muerte de los cuerpos y así se quedó, sola, sin su compañía cálida, más fiel y adorable que todo en el mundo.

En los largos días de primavera y cortos de otoño...
 Se podía ver a Maria, sentada, mirando al mar por las mañanas, con ganas de saltar con una ráfaga e irse a buscar al horizonte a los que le habían dejado sola.

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